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Llamamiento de San Francisco - 11 de mayo de 1955

Tras el llamamiento del 1 de febrero 1954 y su difusión internacional, al Abbé Pierre lo invitan a impartir conferencias por todo el mundo. Así es como en 1955 el Abbé Pierre comienza un viaje por Norteamérica. Imparte varias conferencias en Canadá y Estados Unidos y asiste a numerosos encuentros con personalidades, particulares y asociaciones que se sienten influidas por sus actuaciones o que luchan por los mismos objetivos. El 11 de mayo de 1955, durante una conferencia en San Francisco, el Abbé Pierre lanza un llamamiento conmovedor a la humanidad y al voluntariado para luchar contra la pobreza y el sufrimiento humano.

 

"Gran texto de San Francisco", borrador manuscrito, 11 de mayo de 1955

Diez años después del fin de la más terrible guerra de la historia
conocida,
en todas las naciones de la Tierra
todos los hombres piden auxilio,
unos porque sufren demasiado,
otros porque viven con miedo.

Cada día que pasa,
en toda la Tierra,
en la que sobran alimentos y riqueza,
tres de cada cuatro niños
no pueden comer lo necesario para crecer como adultos normales,
una de cada dos familias no tiene una verdadera vivienda.

Y en este mismo instante
allá donde hay «afortunados»
no hay ni un humano, ni el más privilegiado ni el más fuerte,
que pueda pensar realmente que tanto él como sus seres queridos
estén a salvo del peligro de las iras
atómicas
ni del peligro igualmente horrible,
aunque distinto,
de la desintegración de su propio espíritu.

¿Nos faltan máquinas lo bastante perfectas
o dinero suficientemente poderoso?
¿O es buena voluntad lo que nos falta?
No.

Puede que buena voluntad haya en estos tiempos más que nunca.
Y seguro que nunca antes pudo haber máquinas más
impresionantes.
Ni tanto dinero.

¿No estará en la imperfección de nuestros reglamentos
e instituciones públicas
nuestro punto débil?
Diez años después de la firma del documento crucial
que debía constituir el Pacto de las Naciones Unidas.
Ciertamente, todo contrato es imperfecto
y debe mejorarse;
pero nunca han venido de las imperfecciones de un contrato
ni la guerra ni la paz, ni la alegría ni el espanto.

Lo que nos falta
hasta extremos más dolorosos
que la peor de las muertes,
es solo una única cosa minúscula y decisiva:
la presencia humana de la que ya no sabemos ser capaces,
presencia y semejanza
que crea el amor.

¿De qué sirve la beneficencia
de las almas caritativas,
sin presencia ni participación
en el dolor de los que sufren?
Tan solo pueden generar odio, envidia y anarquía.

¿De qué sirve votar
sacrificios presupuestarios,
incluso realmente importantes,
si tan solo los reparten
los administrativos, políticos y técnicos?
Por mucho que fueran la mejor gente del mundo,
si no vienen precedidos
de niños y niñas
que vengan a traer,
con las manos vacías,
la comunión de sus corazones voluntarios
para compartir, sin beneficio,
temporalmente o para siempre,
las lágrimas de los que lloran
y el dolor de quienquiera que sufra.

Puede parecer ilógico.

Puede parecer una locura o quizá un escándalo para muchos,
esta noción de un amor tan excesivo que,
para salvar, quiera sentirse identificado;
que, para la redención, crea
tan necesaria la encarnación.

Exceso, sí.
Pero, frente a semejante exceso
de ruptura de la comunión humana debido a la indiferencia,
al egoísmo y a la ambición individual,
¿cómo podríamos creer posible
sin este exceso de amor,
devolverle al universo su equilibrio?

¿Creemos que, ante el crimen, la razón moderada
basta como respuesta?
¿Y frente a la indiferencia, la beneficencia?

Solo el compromiso personal,
después de mucho
y hasta la inmolación total si hace falta
y no la donación de tan solo una parte de sus bienes,
puede ser una respuesta razonable.

Sin esta excesiva locura de amor de unos pocos,
serían todos los «razonables», por numerosos que sean,
quienes perderían la razón,
y todos los poderosos, quienes perderían el poder.

Ha llegado el momento
de realizar un llamamiento concreto
a la juventud universal,
para una cruzada inmensa
que sin duda requerirá más de un mártir,
y que seguramente exigirá inmediatamente
una multitud de combatientes ordinarios,
voluntarios gratuitos por un tiempo suficiente.

Cruzada, no contra ningún pueblo adversario,
ni contra ninguna persona declarada enemiga,
sino contra el hambre de los hambrientos,
la desnudez de los sin techo,
la ignorancia de los sin escuela,
la desesperación de los desempleados,
la desolación de todos los desprovistos de sanidad,
en todos los lugares del universo.

¿De qué sirve haber encontrado tanta heroicidad gratuita
para defender y salvar desde hace diez años la libertad,
si,
una vez concluida la brutal lucha,
no sabemos pedir a la misma juventud
y a sus menores,
iguales heroicidades gratuitas
para, con valentía y bondad,
servir,
con su presencia y sus manos,
a la justicia más fundamental?

Solo si sabemos hacer esto
dejaremos de ser
totalmente estériles o totalmente devastadores.
Nuestros sacrificios económicos, técnicos o de arte político,
hoy desesperadamente desperdiciados
e inadmisibles.

En nombre de los más pobres de entre los más pobres de mi
propia patria,
los traperos, anfitriones y constructores de Emaús,
desesperados y convertidos en salvadores,
por supuesto muy lejos de ser perfectos,
pero que han redescubierto lo que es amar,
diputado en su nombre,
con más autenticidad que nunca,
el diputado más auténtico de cualquier asamblea
en algún lugar del mundo,
voz de la multitud sin medida de los hombres sin voz,
en este lugar
extremadamente lejano
centros en los que están en juego los destinos del universo
humano,
en este lugar de San Francisco,
una de las orillas del abismo
en el que se encuentran
las más inmensas reservas populares
de energía, poder y deseo de servir
tal vez de toda la historia,
allá donde hace diez años se había sellado
con la Carta de la ONU
la mayor tentativa universal
de expresar los derechos humanos
independientemente de su color, de su fortuna,
de su fe,
de su ciencia o de las condiciones de su nacimiento,

con toda la solemnidad
de la que es capaz un hombre solo con las manos vacías,
pero que ofrece su alma entera.

Me gustaría realizar un llamamiento hoy,
11 de mayo de 1955,
a todas las personas, hombres y mujeres,
a su conciencia
y a la de sus naciones,
fuerzas organizadas en la necesaria cooperación
de los ciudadanos y los Estados,
el llamamiento más grave
a la lucha y al amor,
no contra un ser humano,
sino contra todas las profanaciones de lo humano. […]

Ha llegado la hora
de desplegar ese ejército de voluntarios
para salvar al universo de la desesperación y del horror,
un ejército de locos de amor,
hartos de matar
y ávidos, con toda su pasión,
de construir, alimentar, enseñar, ocupar
y curar.

Solo entonces podremos empezar,
esperar,
más cercana y más segura,
una paz verdadera.

Con todas las fuerzas que me quedan hasta la muerte,
con toda mi alma,
al Dios que adoro,
a las multitudes humanas que venero,
humildemente,
al final de un largo camino y de muchas luchas,
entrego mi vida,
aunque sin valor,
a este fin.

Solo tengo esto y lo doy
por completo.

Que esta ofrenda
sea recibida por mis hermanos humanos,

y con su respuesta se demuestre
que el amor
lo es Todo.

Abbé Pierre
San Francisco
11 de mayo de 1955

Llamamiento de San Francisco - 11 de mayo de 1955