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Discurso del Abbé Pierre en la Oficina Internacional del Trabajo, Ginebra (1955)

Después de su llamamiento del Invierno de 1954, el Abbé Pierre emprende una serie de viajes para llevar por el mundo su mensaje y su acción. Así es como en 1955 viaja a Estados Unidos, donde se reúne con el presidente Eisenhower, a quien le entrega un ejemplar con dedicatoria de la traducción al inglés del libro Los traperos de Emaús. Aprovechando este impulso, poco tiempo después de su regreso, da una conferencia en la Oficina Internacional del Trabajo, en Ginebra, para hablar de su periplo y compartir sus reflexiones sobre la situación del mundo laboral de la época y las vías de mejora, reflexiones alimentadas por sus viajes recientes. Aquí está la transcripción de su discurso.

"No creo que debamos darnos las gracias mutuamente. Perdemos mucho tiempo con agradecimientos y felicitaciones recíprocas. Pero estoy convencido desde hace mucho tiempo de la importancia de la OIT y de las agencias especializadas.

He militado mucho tiempo en los movimientos federalistas, pero comprendí rápidamente que los resultados solo serían alcanzables con métodos realistas, es decir, funcionales. Para conseguir trabajar juntos, colaborar y ayudarnos mutuamente, no basta con una estructura legal. ¡Debemos consagrarnos juntos a tareas concretas que respondan a una necesidad común. Los avances serán probablemente lentos, pero sólidos.

La humanidad siempre ha tenido la esperanza de lograr una puesta en común completa, pero, una vez más, el progreso solo es posible por etapas y hay que tener departamentos técnicos antes de tener un gobierno.

Hace aproximadamente un año y medio fui a Estados Unidos y a las Naciones Unidas. En una recepción presidida por Ralph Bunche, a la que asistían personas de todas partes, me pareció ver tristeza en todos los rostros, como si estuvieran atravesando una especie de crisis porque se estaban dando cuenta de su ineficiencia, a pesar de todos sus esfuerzos. Y les dije: «Tienen el aparato técnico más increíble. Tienen la interpretación simultánea y pueden traducir a muchas lenguas al mismo tiempo lo que se está diciendo en una sola lengua. Pero todo eso no servirá de nada hasta que no den con la lengua común de la humanidad. ¿Y cuál es esa lengua? Se basa en una fórmula muy sencilla: hay que atender primero a quien más sufra. Sin eso, no hay comprensión común, solo la Torre de Babel. La única posibilidad para la expresión común, cuando tratamos con seres humanos normales, es afirmar que se tiene que dar de comer primero al que más hambre tiene. No dejo de repetirlo constantemente y es lo que debería repetirse también en las asambleas internacionales.

Es exactamente la lección de Emaús y estoy preparando un libro sobre su sentido profundo. Emaús nos enseña que cuando decidimos acudir en ayuda de quienes más sufren, no solamente los ayudamos a ellos, sino que también ayudamos a todos los demás, a quienes sufren menos que ellos. Este es el desafío que tenemos por delante y si logramos superarlo, contribuiremos a rejuvenecer todo el viejo edificio del mundo. Es lo que han hecho, por ejemplo, estas 800 personas que han aceptado trabajar en comunidad plena, sin salario, con 300 francos los domingos como única paga. En siete años han donado más un millón de horas de trabajo, permitiendo garantizar una vivienda a varios miles de familias y socorriendo con su propio ejemplo a la opinión y a los poderes públicos.

La actividad de su organización se centra en los problemas del trabajo y en los problemas sociales. Quisiera decirles algo que podrá sonarles duro, pero es cierto. Si lo observan de cerca, verán que, a menudo, en el mundo laboral, normalmente bien organizado, encontramos la misma dureza y el mismo desprecio hacia los que no tienen nada, ni ropa ni techo, hacia los vagabundos y los pordioseros, que el que muestra la gente adinerada hacia la clase trabajadora. Una de las tareas de las clases trabajadoras debe ser no solamente proteger y defender a quienes trabajan, sino también buscar el factor humano en quienes se han caído por debajo del nivel de las clases trabajadoras. Si logramos que los trabajadores comprendan esta verdad, les habremos ayudado a ayudarse mutuamente. Y a través de ellos, un nuevo impulso se contagiará a toda la sociedad.

Tras las grandes tempestades provocadas por las guerras de estos últimos años, masas enteras de seres humanos han pasado por debajo del nivel de las clases trabajadoras: gente que ya no tenía ni hogar, ni familia. Habían perdido completamente el equilibrio. Pero tenían sorprendentes reservas de valor y generosidad. Basta con que alguien vaya a su encuentro con fe y amor y les diga:  «No he venido por pena, ni para ayudaros, sino para enseñaros a quienes sufren más que vosotros. ¿Queréis ayudarme a ayudarlos?» Y responderán y vendrán y harán todo lo que esté en sus manos. Es la salvación desde la raíz.

Quería acabar con dos observaciones. Estoy profundamente convencido de que el mundo occidental, al que llamamos habitualmente ‘mundo libre’, lleva por dentro una debilidad mortal. Este mundo parece incapaz —en parte por el alma amarga de sus jefes— de ofrecer a su juventud una aventura heroica. Se invita a la juventud a proteger y conservar lo que llamamos «valores sagrados», pero eso no requiere ningún impulso. Nadie parece ser capaz de pedirle que venga a ayudar a la mitad de la humanidad que vive en condiciones peores que los animales; peores, porque el animal no sabe, pero el ser humano sabe cuando está siendo deshonrando.

Es lo que les dije al presidente Eisenhower y a otros. El mayor problema del mundo occidental es pedirle a su juventud que dé muestra —libremente, en tiempos de paz, para construir, sanar y enseñar— del mismo heroísmo que en tiempos de guerra. Si no lo logramos, el mundo no merece sobrevivir y no puede sobrevivir. De nada servirán los presupuestos y los recursos técnicos. Me obsesiona la idea de que esta cruzada es necesaria.

La segunda observación tiene que ver con los problemas más propios de Europa. En una organización como la suya, siempre son más conscientes de lo absurdo de las divisiones y fronteras de Europa. Pero, una vez más, hay que comprender que es una locura imaginar que podamos construir una Europa unida sin la colaboración entusiasta de la juventud y de las clases obreras. En este sentido, proyectos técnicos como la Comunidad del Carbón y el Acero, entre otros, son en vano. No pueden despertar ese entusiasmo. Teníamos una oportunidad de construir Europa justo después de la guerra, apelando a la juventud para reconstruir Europa materialmente, estableciendo un «pacto de la construcción». La juventud habría respondido con entusiasmo, porque al final de cada día de trabajo habría habido resultados concretos. Habría habido paredes y techos para proteger a madres con sus hijos, sin tener que preguntarles nada sobre su color o su raza. Estas son las lecciones que a partir de ahora debemos repetir sin cesar.

Querría analizar con ustedes cómo podemos trabajar juntos en esta dirección. Yo me he centrado en la vivienda y ustedes pueden aportar su ayuda tomando la iniciativa de suscitar ese pacto europeo de la construcción. Otro modo de aportar su ayuda sería que estudiaran cómo podemos asegurar los beneficios de la legislación laboral, sobre todo la seguridad social, para toda esta multitud de gente que actualmente no cuenta con protección y a quien podría comparar con pioneros de una “legión extranjera”, de una legión mundial de la paz. Ya no pueden adaptarse a un marco normal en el que se beneficiarían de la protección social, porque después de haber vivido 15 años como lo han hecho, pegándose y matando, les es imposible integrarse en la sociedad. Salvo si se construye el marco capaz de mantenerlos, llegaremos a vernos obligados a destruirlos, a pesar de que puedan albergar una generosidad sin límites y un enorme espíritu de sacrificio. Como no tienen nada que perder, pueden entregarse por completo.

Para salvar el mundo, se tienen que reunir y unir —para semejantes tareas, en cierto modo nuevas o, más bien, sencillamente renovadas— monjes, es decir, locos dispuestos a ir a compartir la situación de los que más sufren hasta el exceso, para compensar el exceso de indiferencia general, con la ayuda de voluntarios temporales, humanos con corazón de niños, decididos a asistirlos en esta misión y así, a través de ellos, la esperanza se apodere del corazón de la multitud de gente desesperada; a través de ellos, en el corazón de aquellos, renazca la dignidad y el aliento y, con su valentía y con el ejemplo de los logros de los servicios efectivos que han prestado voluntariamente, estalle, desde abajo, desde la raíz de la sociedad, para sacudirla entera, el desafío invencible del amor, la reafirmación de la ley fundamental de toda sociedad social: ¡sirve primero al que más sufre!  Así y solo así se darán, a la vez, la alegría, la paz y la vida eterna."

 

Discurso del Abbé Pierre en la Oficina Internacional del Trabajo, Ginebra (1955)